La Marea Rosada Latinoamericana: entre Democracia y Desarrollismo

October 12, 2016

La llamada Marea Rosada se refiere al giro dado por varios gobiernos latinoamericanos desde la década de 1990, hacia políticas públicas y sociales opuestas a la orientación neoliberal que caracterizó, en general, al continente en las décadas previas. Estas nuevas políticas también se distancian de los viejos y desgastados ideales del partisanismo revolucionario, intentando una crítica del neoliberalismo que no se reduce a una ruptura radical (e imposible) con su lógica de acumulación, sino que intenta adaptarse a él y dotarlo de un rostro más humano. A pesar de las retóricas anti-imperialistas y nacionalistas reflotadas en algunas izquierdas regionales, lo cierto es que en casos como el chileno y el brasileño lo que impera son gobiernos abocados a corregir la injusta distribución del ingreso y a mantener la disciplina fiscal y la gobernabilidad para facilitar la integración al mercado mundial. Aún así, las nacionalizaciones que han ocurrido recientemente en Venezuela, Argentina y Bolivia parecen contradecir la más mesurada retórica y práctica de la Marea Rosada, precisamente porque como iniciativas parecen responder a una vieja agenda propia de la geopolítica imperial clásica, desbaratada por la globalización contemporánea. En tal caso, no es extraño que el caso chileno sea utilizado todavía como paradigma para desvirtuar opciones aparentemente más radicales.

Recordemos que Chile logró su transición (formal) a la democracia a comienzos de los años 90, después de sufrir una de las más largas y sanguinarias dictaduras militares en la región. Sin embargo, lo que le daba cierta notoriedad al caso chileno no era solo su democratización “pactada”, sino el que, como país, constituía el modelo ideal de implementación de políticas neoliberales en condiciones autoritarias. Mientras que las mismas políticas neoliberales se implementaron durante períodos transicionales o de pacificación en el resto de América, en Chile ya desde mediados de los años 70 el Estado había tomado un claro curso neoliberal (Harvey 2007), amortiguando el descontento social con una sostenida represión basada en la retórica securitaria anti-comunista. A su vez, desde la transición a la democracia, formalmente acaecida el año 1990, Chile se ha dedicado a administrar las políticas macroeconómicas puestas en práctica por la ingeniería neoliberal de la dictadura, atenuando el costo social de éstas con una tibia política redistributiva basada en bonos y asignaciones excepcionales, sin alterar mayormente la estructura de clases ni la distribución de la riqueza y de la propiedad de la tierra.

A esto habría que sumar la condición puntual del elevado precio internacional del cobre, producto fundamental del país, debido al ingreso de China al mercado y a la demanda mundial. Este incremento internacional del precio del cobre produjo una abundancia excepcional del presupuesto fiscal que permitió financiar múltiples iniciativas redistributivas sin alterar mayormente ni las políticas monetarias ni las tasas de interés a la propiedad y a la ganancia, ni las condiciones del intercambio internacional. Durante los años que siguieron a la dictadura, los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia se dedicaron a administrar políticamente el modelo y a suplir su propia carencia de política efectiva con una estrategia permanente de diferimiento y duelo forzado, incapaces de avanzar de manera decisiva en el esclarecimiento de los crímenes de la dictadura y en la sanción correspondiente de los criminales, muchos de los cuales fueron reciclados en los aparatos administrativos y de inteligencia del Estado.

La experiencia del PT brasileño, del MAS en Bolivia, o la misma transformación del Estado iniciada por el Kirchnerismo en Argentina, podrían servir de contraste para precisar el caso chileno, donde los procesos de radicalización social y de organización popular que pusieron en evidencia la crisis de mando de la dictadura en los años 80, fueron apropiados por la reconfiguración de la vieja “clase” política nacional que se constituyó como el actor “más” relevante en la política oficial desde el mismo fin de la dictadura. A partir de ese proceso de superposición de las viejas lógicas partidarias y de sus actores, levemente reciclados por la renovación socialista y la socialdemocracia europea, se rearticuló una lógica hegemónica en la cual los actores centrales seguían siendo el Estado, el Ejército y los Partidos Políticos. De ahí que sean los años 90 los que vean emerger un discurso securitario dirigido ya no contra el comunista, sino contra el delincuente y el narcotraficante, incluso, contra el indio y el anarquista. La apuesta era una sola, las decisiones políticas se resolvían en el parlamento y entre los partidos, no en la calle. Había que desactivar a los movimientos sociales que, a pesar de todo, no han dejado de ocupar las calles para mostrar las incongruencias de la democracia chilena.

Por otro lado, una de las más claras manifestaciones del límite institucionalista o juristocrático (Hirschl 2007) del proceso chileno está, precisamente, en la postergación indefinida de las demandas y reivindicaciones de su población indígena, la que había sido fuertemente castigada en tiempos dictatoriales y sometida a las políticas apropiativas puestas en marcha por la banca y las industrias madereras y de la celulosa. La democracia chilena, recuperada en esos años según el discurso oficial del Estado, no significó ni significa hoy casi nada para el movimiento Mapuche. Casi nada, salvo la proclamación constitucional del carácter multicultural y multiétnico del país, y la correspondiente otrificación o fetichización de un indígena totémico que permite desviar la mirada desde la continuidad de las políticas represivas aplicadas al pueblo Mapuche (y otros pueblos originarios), hacia la representación folclorizante de un indígena de catálogo turístico. La apropiación por desposesión de la que habla Harvey (2007) no puede ser más evidente, pero no solo en el periodo dictatorial, sino también ahora, bajo la excusa de las necesidades del desarrollo y las nuevas políticas energéticas (ríos, lagos, bosques).

 

Perpetuación de la Dictadura en Democracia

Paralelamente, la concentración de la riqueza, la precarización de la vida de los ciudadanos comunes, el incremento de la plusvalía financiera en la administración de los fondos de retiro, en la salud, en la banca en general, en el endeudamiento público y las criminales tasas de interés sobre préstamos de consumo, además de una sostenida tendencia a la privatización de los recursos naturales, a la transferencia de fondos públicos a corporaciones privadas, y la circulación de las elites al interior del aparato estatal (baste mencionar cómo se turnan las mismas familias en los cargos estatales), no solo confirman el carácter limitado de la transición chilena, sino la perpetuación de la dictadura en la democracia. La re-elección de Michelle Bachelet en el país, después de una serie sostenida de protestas sociales que marcaron la ingobernabilidad de la administración de centro-derecha en el periodo anterior, se hizo sobre la promesa de reformas estructurales a la Constitución, a la salud, a la ley tributaria, a la educación, etc., reformas que no han tenido lugar y que se han ido suavizando y reacomodando de acuerdo con la captura institucional y principalmente parlamentaria de los procesos de lucha social de los últimos años. Chile, el modelo ejemplar de una administración de centro-izquierda que responsablemente hizo la transición a la democracia es, en rigor, el ejemplo de una administración gubernamental responsable con el modelo neoliberal y sus políticas macroeconómicas, a manos de una poco creativa clase política que logró apenas reinventarse superficialmente en los años recientes, dejando su antiguo nombre, La Concertación, para pasar a llamarse La Nueva Mayoría. Sin embargo, su marco de acción sigue siendo dictado por la Constitución de 1980, que como una verdadera trampa juristocrática es el verdadero legado de la dictadura.

Quisiera ser enfático en señalar que la descripción que he hecho de Chile no es generalizable al resto de América Latina, ni está basada en un descontento político o en una denuncia moral. En rigor, creo que el caso chileno, pero no de manera exclusiva o excluyente, hace posible la pregunta por la forma y la función del tardío Estado latinoamericano. Un pregunta que se hace fundamental en estos momentos.

Primero, me gustaría precisar qué entiendo por Estado tardío. Básicamente, no se trata de una noción evolucionista, sino que intento llamar la atención sobre el proceso de refundación institucional que ha vivido y que está viviendo gran parte de la región. Desde los procesos constituyentes y las nuevas constituciones en Venezuela, Colombia, Bolivia y Ecuador, hasta las reformas electorales en Chile o Centroamérica, esta refundación está asociada con el fracaso evidente del proyecto republicano post-colonial surgido del proceso emancipatorio de principios del siglo 19. No se trata de un fracaso puntual asociado con la globalización como universalización del patrón flexible de acumulación propio del capitalismo contemporáneo, sino que la misma globalización habría sido el golpe de gracia al proyecto republicano post-colonial que siempre habría estado en crisis.

Segundo, me parece importante además preguntar cuál es la función y la forma de este tardío Estado latinoamericano. La forma, en principio, porque se trata de discutir no solo la diferencia entre Estado como instancia institucional que se movería a un nivel estructural, y gobierno como instancia política que se inscribiría a nivel contingente. Eso no es suficiente. La pregunta por la forma del Estado es la pregunta por el estatuto de la ley y del poder y, a la vez, nos permite tomar distancia de concepciones monumentales que tienden a limitar la política según diagramas más o menos sofisticados de la dominación. De la misma forma en que un cierto discurso genealógico contemporáneo rompió con las representaciones monumentales o molares del poder, necesitamos pensar el Estado no como una inseminación trascendental e inmodificable, sino como un campo de lucha, según, por ejemplo, lo han definido los miembros de Comuna en Bolivia o el mismo Álvaro García Linera (2010).

De una manera similar, más que pensar la soberanía como una instancia atributiva propia del orden jurídico o estatal, ya siempre pre-definida, y como clave de la gubernamentalidad moderna, es decir, soporte jurídico de la clausura biopolítica de la experiencia contemporánea, sería pertinente pensar la soberanía como nombre de una relación indeterminada. Lo mismo habría que decir del derecho, antes de pensarlo como un simple suplemento ideológico de la dominación o como una forma de violencia mítica abocada a la conservación del orden social, sería pertinente pensarlo en cuanto práctica performativa y forma abierta a la creación de jurisprudencia. Creo que es esto lo que está en juego en los debates teóricos contemporáneos, es decir, la posibilidad de pensar el Estado, la relación soberana y el derecho ya no solo como mojones que limitan la vida social, sino también como instancias indeterminadas en las que se da la lucha política por la misma definición del presente. En tal caso, la pregunta por la forma del tardío Estado latinoamericano es la pregunta por las instancias donde ese Estado, lejos de ser un simple aparato ideológico de reproducción y confirmación de las relaciones de clase y dominación, en un ámbito en el que se está articulando dicha dominación, pero también en el que ésta puede ser interrumpida.

 

¿Post-Neoliberalismo?

Finalmente, la pregunta por la función de este tardío Estado latinoamericano está relacionada con la posibilidad de hablar o no de un post-neoliberalismo o, alternativamente, con la posibilidad de hablar de un neoliberalismo de segundo orden que, usando al mismo Estado como katechon o contención y mecanismo de desactivación de los movimientos sociales, mediante formas y grados diversos de represión y persuasión, asegura la hegemonía del capital cuidando el escenario macroeconómico indispensable para el despliegue de formas flexibles de acumulación en la actualidad. En este sentido, si el neoliberalismo fue implementado, ejemplarmente en Chile, en el marco de un gobierno autoritario que produjo las llamadas medidas de ajuste fiscal, contracción del gasto público, reducción del Estado y desregulación monetaria, precarizando infinitamente la vida de los trabajadores y los ciudadanos en general; el neoliberalismo de segundo orden no parece necesitar de dictaduras militares, sino que se articula inteligentemente con un Estado que ya no le parece interventor y al que le dejaría cierto margen de maniobra en el ámbito de políticas compensatorias o redistributivas, pero cuya responsabilidad sería asegurar los procesos productivos y extractivos que están a la base de lo que Maristella Svampa ha llamado el consenso de las mercancías y el maldesarrollo (2007).

Quiero reparar en esta aporía: si por un lado la forma del Estado nos indica que éste está abierto a las luchas por el cambio social, por otro lado, la determinación de su función es la que nos indica finalmente hasta qué punto las iniciativas de transformación social emprendidas por los gobiernos de la Marea Rosada latinoamericana tienen viabilidad o son paliativas con respecto a lo que John Kraniauskas ha llamado “the cunning of capital” (2014). ¿Hasta qué punto las políticas redistributivas han sido capaces no solo de producir mejoras sustantivas en la población, sino activar procesos políticos instituyentes que le den más fuerza política a las instituciones democráticas del Estado en su lucha permanente con el capital transnacional? Quizás esta sea, otra vez, la lección a sacar del proceso chileno: lejos de confiar en el empoderamiento de los movimientos y actores sociales que disputan en las calles el modelo neoliberal, la “clase” política agrupada en torno a un Estado marcado por la Constitución de Pinochet, se ha dedicado a expropiar la participación ciudadana y a remitirla al estrecho ámbito institucional de los debates parlamentarios, estructuralmente ineficientes dadas las limitaciones impuestas por el marco constitucional y por el sistema electoral anti-democrático. Repito, no se trata de una crítica de orden moral, sino de una consideración histórica sobre la reiterada desconfianza que dicha “clase” política expresa con respecto los movimientos sociales instituyentes, con respecto al “pueblo”.

Pero, el pueblo del que estamos hablando no sería ni un sujeto histórico investido estatalmente con una cierta identidad nacional, ni menos un sujeto étnico-político asociado con el proyecto liberal criollo o su inversión neo-indigenista; se trata, por el contrario, de un pueblo catacrético, irrepresentable según las lógicas conceptuales tradicionales o, como ha señalado recientemente Georges Didi-Huberman (2014), más que un pueblo expuesto, en el doble sentido de un pueblo representado, capturado en la representación y llevado, a la vez, a la situación límite de su propia extinción, estamos hablando de un pueblo figurante, que desactiva las coordenadas de la representación jurídica, política, literaria y cultural, contaminando el modelo populista clásico y su fictive ethnicity, con formas múltiples y enrevesadas de participación y constitución social. Ya no el pueblo sino los pueblos en los que descansa la posibilidad de interrumpir los procesos salvajes de acumulación, y hacia los que la Marea Rosada en general debió y debe apostar, no para elaborar cálculos sobre la historia, ni para dotarlos con los atributos del sujeto emancipatorio moderno, sino para asumir, finalmente, que la clave de una política capaz de oponerse al orden mundial no está en la reproducción infinita del aparato total del desarrollismo, la gobernabilidad, la seguridad, la propiedad y el mercado, sino en la potenciación de formas de poder y auto-organización social. Una política orientada a la experiencia plebeya, como diría Martin Breaugh (2013), donde lo plebeyo nombra el lugar impropio de una comunidad sin atributos, de la que surge no el discurso sino la práctica del desacuerdo, condición fundamental de un republicanismo profano para nuestro tiempo.


Referencias

Breaugh, Martin. The Plebeian Experience: A Discontinuous History of Political Freedom. New York: Columbia University Press, 2013.

Didi-Huberman, Georges. Pueblos expuestos pueblos figurantes. Buenos Aires: Manantial, 2014.

García Linera, A., Raúl Prada, Luis Tapia and Oscar Vega Camacho. El Estado. Campo de lucha. La Paz: CLACSO/ Muela del diablo, 2010.

Harvey, David. A Brief History of Neoliberalism. New York: Oxford University Press, 2005.

Hirschl, Ran. Toward Juristocracy. The Origins and Consequences of New Constitutionalism. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2004.

Kraniauskas, John. “The Cunning of Capital Explained?” Radical Philosophy 184 (Mar/Apr 2014): 42-46.

Svampa , Maristella (ed.). Bolivia. Memoria, insurgencia y movimientos sociales. La Paz:  CLACSO, 2007.

About Author(s)

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Sergio Villalobos-Ruminott
Sergio Villalobos-Ruminott, Doctor in Latin American literature, University of Pittsburgh (2003). Associate Professor of Spanish and Latin American Studies, University of Arkansas-Fayetteville. Author of Soberanías en suspenso. Imaginación y violencia en América Latina (Buenos Aires: La Cebra, 2013).