Palabra de los bordes que transita a través: la oralitura como posible apertura político-cultural

March 8, 2017

Pensar el lugar de la literatura indígena en el contexto de la Literatura Colombiana, así como dentro de los momentos estéticos de la poesía en el presente siglo, es un ejercicio crítico que plantea un gran desafío, pues implica re-trazar nuestra cartografía cultural y abrir una práctica historiográfica distinta a la que se ha construido hasta hoy. En otras palabras, cuando hablamos de la producción literaria propia de “nuestra geografía”, nos referimos a ese cúmulo de textos que se ha divulgado a través de antologías‚ historias y estudios de la lírica colombiana –siempre parcial, pero con pretensiones de imponerse como total– que siempre ha sido expuesto (“inevitablemente”) en las academias y centros de estudios culturales y literarios como el canon. En este sentido, cualquier proyecto que se proponga llevar a cabo un análisis de las propuestas literarias que nos vienen desde lo indígena debe situarse en un umbral, en la liminaridad propia del tema que quiere abordarse y, en consecuencia, debe plantear la posibilidad de generar una apertura, una transformación de ese canon establecido como lo que es, de tal manera que podamos pensar más en lo que debe ser. Así, con la intención de dar cuenta, al menos en parte, de esta imagen más amplia y compleja que se presenta ante nosotros, abordaremos las propuestas hechas por los oralitores Hugo Jamioy (Kamsa)‚ Anastasia Candre (Huitoto) y Estercilia Simanca Pushaina (Wayuu), quienes buscan reivindicar no solo la oralidad como forma de expresión vital por medio de la escritura  sino también sus saberes‚ conocimientos‚ visiones del mundo‚ etc. De antemano, es importante destacar y aclarar que la tarea que estos autores se proponen, y que es realizada desde los márgenes‚ en modo alguno busca imponer una autoridad diferente a la ya establecida a causa del resentimiento como único criterio de inclusión‚ sino que pretenden, más bien desde su práctica discursiva, darle un espacio efectivo a maneras y formas diferentes de concebir la  tradición literaria en un país necesitado de oleajes de renovación de sus corpus y cánones, tanto literarios como culturales, éticos y políticos. Todo esto lo consideramos desde la emergencia crítica de lo indígena y de sus saberes ancestrales a partir de su reconocimiento en la constitución política en Colombia en 1991. Esta visibilización de lo indígena –sus representaciones‚ sus “literaturas”‚ sus saberes‚ su pedagogía– dentro de los espacios académicos y estatales ha revelado cierta inestabilidad del conocimiento que asumimos como válido (el imperante), en donde las estructuras sistémicas tradicionales –como las literarias– ya no son capaces de reinterpretar y replantear las nuevas redes de significación diseminadas que han aparecido estos últimos años. En consecuencia, el proyecto de la oralitura nos ofrece posibilidades nuevas de comprensión, ya que se trata de una propuesta de significación y resignificación cultural producidas desde la sabiduría ancestral indígena, esto es, desde una multiplicidad heterogénea de saberes que no solo tiene mucho que decir sino que también se encuentra en constante transformación y obedecen a “lógicas” distintas a la que ha sido impuesta hasta el momento por los saberes “occidentales”.

Es en la emergencia de esos intersticios en donde las prácticas escriturales indígenas se han posicionado y han comenzado a cargar de una altísima ambivalencia la tradición cultural y literaria de la nación: una ambivalencia que surge de la necesidad de construir nuevos territorios alrededor del ejercicio de lo literario –virtuales, imaginados, soñados, pero concretos y materiales, relacionados directamente con la posibilidad habitarlos, de ocuparlos y vivirlos– que sean mucho más imprecisos y transitorios; más heterogéneos, móviles e incluyentes. Este ejercicio pasa necesariamente por una apropiación y un uso muy particulares de la palabra, que no es entendida como simple signo abstracto1, sino que está dotada de un “poder” particular, que tiene que ver también con la forma en que es usada; de otra forma, podemos decir que hay un ethos del habla en el que se planten usos adecuados e inadecuados de la palabra: palabra que conserva y crea o palabra que produce miseria y olvido. Por esto, la reivindicación de la palabra como consejo –que presenta Hugo Jamioy en su poesía–, la revisión y reconstrucción de la Chagra y el saber ancestral como fuerza y abundancia de la palabra –realizada por Anastasia Candre– y la toma de conciencia por la defensa de los derechos Wayuu –llevada a cabo por Estercilia Simanca Pushaina  a través de sus cuentos– son maneras del hacer‚ son prácticas a través de las cuales los poetas y escritores indígenas se reapropian de las tradiciones literaria y oral para abogar por su apertura‚ ejercicios todos ellos que cuestionan, con razones que van más allá del valor estético y cultural, la literatura y los saberes tradicionales. Es a esta particular articulación a lo que hemos estado llamando oralitura.2

Ese doble develamiento (de lo que se presenta como “lo otro” y “lo propio” de lo indígena) puede comprenderse, en parte, como lo que Bhabha llama “vida en los bordes”. Se trata de la emergencia de aquellas formas subrepticias que adquiere la creatividad marginal de grupos o individuos que por mucho tiempo se mantuvieron disidentes, diseminados, viviendo siempre en los límites, con una carente participación política o cultural real en la historia nacional a causa de ciertas relaciones y dinámicas del poder, y que ha dado como resultado que en la actualidad irrumpa una toma de conciencia de agentes inscritos en un universo particular, en este caso el indígena, es decir, de sus miembros autóctonos y originarios por medio de prácticas culturales y sociales. En ese sentido, podemos afirmar que la vida en los bordes e el sitio desde el cual algo empieza su presentarse en el horizonte social. Pero eso que parece presentarse como un “ejercicio"3 en y de la periferia, que “avanza” desde los márgenes es una  actividad sin firma, anómala y anómica, en el sentido de que no contamos con “categorías” que nos permitan aprehenderla; en este sentido es, a su vez, ilegible. No obstante, ese avance paulatino, probablemente lento, puede llegar a convertirse en una “mayoría silenciosa”.

Debemos afirmar que la oralitura sobrepasa con creces un “simple proyecto estético”. Por el contrario, la palabra que está envuelta, que está situada en esta dinámica adquiere dimensiones que transitan constantemente en diferentes estratos: estéticos, sí, pero también políticos, culturales, sociales, éticos y pedagógicos. Pero, a pesar de su complejidad, o precisamente por esta, esta oralitura acontece como “una literatura menor”, nuevamente, marginal, vista de lejos.

En este sentido, las prácticas poéticas de Jamioy y de Candre y las narraciones breves de Pushaina se encuentran determinadas por la ausencia del poder, esto es, por no contar con una “cuota” que le permita tener “voz y voto” dentro del régimen de lo establecido. Esto conlleva, también, a que carezca de un espacio concreto desde donde pueda actuar, lo que la determina como una lectura periférica. Sin embargo, se presenta, se muestra, se hace visible y nos obliga a –hace necesario– empezar un proceso de redefinición de lo literario dado el carácter heteróclito de la composición social de la cultura y más cuando esta está constituida por múltiples voces que resultan disonantes para el orden discursivo dominante.

La toma de conciencia por la defensa de la tradición ancestral tanto en Jamioy‚ como en Candre y en Pushaina, ha estado atravesada por ciertas dinámicas culturales que han obligado al orden dominante a re-pensar lo que se entendía no sólo como identidad nacional, sino también como literaturas nacionales. A su vez, esto ha generado una  inevitable necesidad: la de volver a cartografiar nuestros propios paisajes íntimos y autóctonos con el propósito de incluir no solo a los nuevos ciudadanos que están en nuestras fronteras sino también aquellas prácticas discursivas aniquiladas o marginalizadas y reconocer el impacto tanto económico‚ financiero‚ cultural‚ social y político de la literatura indígena en la comunidad nacional. Tanto instituciones como academias universitarias han reorganizado sus historias propias, trayendo un nuevo régimen no sólo de prácticas lectoras –poesía indígena, teoría indígena, oralituras, seminarios de literatura indígena– sino también de prácticas ceremoniales de toda índole en donde se celebran  abiertamente todos los proyectos escriturales indígenas  en recitales y festivales poéticos.

Es importante recalcar que la poesía de Hugo Jamioy‚ de Anastasia Candre y los cuentos de Simanca Pushaina no se pueden concebir sin sus territorios. Sus palabras -la palabra de abundancia en Candre‚ la palabra como consejo en Jamioy y la palabra como defensa en Pushaina- son reflejos de sus luchas‚ de sus travesías en otras geografías -el trasvase de sus lenguas y saberes al español - y que retratan tanto su rebeldía por la defensa de sus saberes ancestrales como el renacimiento intelectual de sus trabajos en la marco cultural‚ social y político de la nación.  

Todos estos trabajos escriturales están construidos bajo diversas rutas que buscan‚ desde su ejercicio en los bordes‚ recuperar y preservar sus propias culturas‚ sus lenguas y su madre tierra. Rutas todas ellas transitadas para construir un texto en el que se logre grabar‚ transcribir y traducir –como ocurre en Jamioy y Candre– la abundancia del saber. Es allí donde la práctica de las escrituras propias de las oralituras alcanzan su mayor significación y referencia tanto histórica como cultural.

La palabra poética indígena traducida y trasvasada al español desde los márgenes le da una nueva naturaleza a lo que se venía pensando cómo “lo literario” en donde la crítica canónica –ejercida en los centros de alta formación académica– puede encontrar verdaderas revelaciones que permitan que aquellas prácticas diseminadas –de la diáspora– y ausentes de poder tengan un lugar desde dónde actuar y‚ sobre todo‚ desde dónde hablar.


Nota: Este artículo fue publicado previamente en la revista de crítica literaria “Catedral Tomada” Volumen 4, Número 7 (2016):  http://catedraltomada.pitt.edu/ojs/index.php/catedraltomada/article/view/146/163

1 Uno de los grandes interrogantes, y por tanto una gran veta para la investigación, es la forma en que las culturas indígenas conciben la palabra. Esta no es pensada ni a la manera de la semiología de Saussure (el signo es aquello que surge de la relación entre un significado y su significante), ni de la forma en que la concibe la semiótica de Peirce (el signo es algo que está por algo para una mente). Si bien ambos sistemas tienen diferencias importantes, ambos comparten, por decirlo de algún modo, el mismo nivel de abstracción, heredado de la “lógica” moderna, que inicia con la cosa en sí kantiana (lo que podemos conocer del mundo son solo sus fenómenos, pero nunca su “esencia”), que termina transformándose en Hegel en una idea compleja y grotesca a la vez: las cosas deben morir en su ser para entrar en el ser del lenguaje. De otra forma, cuando desde nuestro “saber tradicional” se piensa en la palabra-signo, se hace referencia a esa abstracción que asume, de antemano y como principio, el lenguaje como un sistema “independiente” de la “naturaleza” –lo que hoy conocemos como giro lingüístico– y, en este sentido, esta palabra-signo es el producto de esa “muerte de la cosa” para que “sea para mí”, para que sea “para el hombre”. Por el momento, solo podemos decir que el “sistema” al que nos enfrentamos cuando tratamos de abordar el problema de la palabra en el campo de “lo indígena” tiene que ver con una palabra-vida, una palabra viva que es activa y que mantiene una relación singular y necesaria con aquello que nombra. Es decir, no se trata, como ya se dijo, de una simple relación entre un significado y un significante abstractos, sino de una “vibración” (sonora, espiritual, material) que une el nombre con lo nombrado. Podría pensarse en la propuesta elaborada por Benjamin en relación con la idea de la existencia de dos tipos de lenguaje: aquel que reproduce (reactivo, y que puede relacionarse con la palabra-muerte) y aquel que crea (onomatopéyico, y que nombra la cosa). El segundo, que se enmarca dentro de todo el problema de la tradición judía, sería eso que compartimos con los dioses: la capacidad de crear mundo a través del acto de la palabra (acto de habla), una acción, valga la redundancia, que es dar vida a las cosas porque “se las escucha” y gracias a eso “se les puede dar un nombre”.

2 Es importante tener en cuenta que la oralitura debe ser entendida como un “género” nuevo e independiente, aunque codependiente, de la literatura y la oralidad: independiente en tanto que tiene una visión crítica tanto de lo que podríamos llamar literatura y oralidad “puras”, por lo que puede captar tanto sus ventajas como sus desventajas (sus virtudes y sus vicios); pero codependiente en el sentido de que comprende la necesidad tanto de la una como de la otra, en relación con la importancia que ambas constituyen para la posibilidad de mantener vivas tradiciones que, de otra manera, podrían perderse del todo. Este juego ambivalente, esta “doble pinza” como dirían los franceses, es lo que en realidad hace tan importante el movimiento oralitor.

3 Es mucho más que un ejercicio, es un conjunto de acciones concretas, de procesos y de propuestas que conllevan a la aparición, a la irrupción de eso marginal en el horizonte social.

 

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Luis Alfonso Barragán Varela
Mi nombre es Luis Alfonso Barragán Varela, nací en el 20 de octubre de 1987 en la ciudad de Bogotá (Colombia). Curse mis estudios de pregrado en Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia) y en estos momentos estoy en proceso de grado en el magister en Literatura de la misma universidad. Actualmente trabajo en grupo de investigación de la Pontificia Universidad Javeriana y doy clases de literatura en un colegio de Bachillerato Internacional en Bogotá.